jueves, 18 de noviembre de 2010

Castles.

Un caminante viajaba por un gran reino, vasto como solo la mente puede concebir. En el reino había decenas de nobles, unos con más poder que otros, otros de más rancio abolengo que unos. El caminante los conocía a todos, en mayor o menor medida, y con frecuencia les pedía cobijo en las noches frias y oscuras. Las puertas de los grandes señores siempre estaban abiertas, pero a veces, el caminante, en su orgullo, se convencía a si mismo de que estaban cerradas cuando los señores no iban a recibirle y abrian las puertas de par en par. Muchas veces estaban entrecerradas, y el caminante, soberbio, se negaba a comprobar de cerca que realmente estaban abiertas. Hasta que un día, el caminante decidió que la amistad con aquellos nobles valía más que su orgullo.

Estaba la señora del fuego, la princesa carmesí, siempre sonrojada y llena de alegría. Era una mujer joven pero sabia y tremendamente inteligente. Siempre sabía aconsejar bien al caminante, incluso en las situaciones más complejas, y le acogía siempre, por muy manchado de barro que estuviese. Conocía decenas de idiomas, y había quien decía que podía hablar con las propias aves. Su castillo era grande, lleno de vida y de personas de todos los puntos del reino, y tenía unas puertas enormes. El único problema es que estaba en una zona muy lejana del corazón del reino, donde la gente hablaba también extaños e incomprensibles dialectos de la lengua común. Era como una hermana pequeña para el caminante.

También estaba la dama del agua, la princesa del hielo, tímida y enigmática. Era la más joven de toda la nobleza. Vivía en una torre de cristal y hielo, cuyas puertas a veces costaba abrir por completo a causa de la escarcha de la zona; la misma escarcha que distorsionaba su delicado reflejo en los espejos, impidiéndola ver sus muchas cualidades. En su torre solo entraban unos pocos afortunados, aquellos que ella estimaba dignos de su confianza. El caminante gustaba de visitarla, porque ella siempre estaba dispuesta a hablar con él, tanto de cosas triviales como de temas profundos, llenos de retórica. Era como una hija para el caminante.

Había otro poderoso noble, el señor de la tierra, el caballero de acero, fuerte y carismático. Era uno de los nobles más antiguos, y como el caminante, disfrutaba hablando en lengua culta, hasta el punto de compartir tutor de dicho idioma. Era astuto y tenía gran fortaleza, tanto física como mental. Vivía en una fortaleza cuya mayor estancia era un gran salón, rebosante de personas que acudían a visitar al señor, ya que era un hombre amable y simpático. Su fortaleza estaba en un risco, lo que dificultaba algo el visitarlo, pero el noble bajaba con frecuencia a las llanuras sobre las que gobernaba, para intercambiar opiniones con las gentes, entre ellos, el caminante, cuando éste no encontraba fuerzas para llegar al gran salón.

Algo más lejos estaba la dama del bosque, la maestra de la sabia, en el bosque denso y fértil que era su hogar. Siempre sonriente y siempre amable; siempre dispuesta a llevar la alegría consigo, el caminante disfrutaba hablando con ella por ese motivo. Al caminante también le gustaba su forma de ver las cosas, realista y crítica a la vez. En el bosque se reunían todo tipo de personas para hablar con ella, y era muy querida en sus dominios.

En lugares también remotos estaban la señora de la energía y la dama de sangre, recientes incorporaciones a la alta nobleza. La dama de sangre vivía en una aristocrática y decadente mansión, que el caminante no podía visitar muy a menudo, pero cuando lo hacía, disfrutaba hablando con ella y confesándole las penas de su corazón. Al caminante, la dama de la energía le recordaba a sí mismo, y con ella compartía muchas aficiones sobre las que hablaban de forma animada.

Otro gran noble era el señor del viento, en su flotante y humeante fortaleza mecánica. El caminante se sentía triste, porque aunque la fortaleza siempre flotaba cerca de donde se encontraba, le resultaba difícil encontrar el modo de subir a ella, o se veía demasiado ocupado como para hacerlo. No obstante, el señor del viento lo comprendía, y solo le exigía un mínimo de visitas, como la primera visita del año.

Y también estaban los nobles en ascenso, figuras nuevas en el panorama, o figuras que no habían tenido mucha importancia hasta hace poco, por sus dominios más reducidos. Estaba, por ejemplo, el señor de la mente, siempre alocado e inmerso en cuestiones filosóficas.

Pero lo que en realidad quería el caminante con sus visitas era quemar los castillos de todos... ¡Naaaaaaaahhhhhhh! ¡Es broma!

Solo buscaba los planos para construirse una habitación permanente en todos sus castillos. =P

2 comentarios:

  1. Seguro que en tu habitación del castillo de la princesa carmesí no te falta chimenea para sacudirte de encima el frío de Burgos.
    ^.^

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  2. Cuánta metáfora en un mismo texto... ni en mis poesías ;D

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